En las entrañas de Teotihuacán se esconden muchos misterios, aunque ninguno tan raro como el hallazgo de mica, un poderoso aislante radiactivo. |
JAVIER SIERRA
España
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Hace sólo 100 años, no había pirámides en San Juan de Teotihuacán. Los cuatro kilómetros de la Avenida de los Muertos y las hoy conocidísimas pirámides del Sol y la Luna sencillamente no existían. En su lugar se levantaban unas extrañas montañas de suaves laderas, equidistantes las unas de las otras, que hacían suponer la presencia de construcciones humanas bajo ellas. Llevaban allí siglos, cubiertas de vegetación y tierra, olvidadas. De hecho, cuando Hernán Cortés pasó a su lado camino de la antigua Tenochtitlán, apenas les prestó atención, y lo mismo les sucedió a los modernos mexicanos hasta principios del siglo XX.
Fue Leopoldo Batres, un miliciano del general Porfirio Díaz, presidente de México hasta 1911, quien se ocuparía de devolver a aquel lugar su antiguo esplendor. Batres convenció al general para que le entregase una cuantiosa suma de dinero (más de medio millón de pesos de la época; unos 45.000 euros) y armar todo un ejército de zapadores que desbrozaran esas colinas y descubriesen su corazón de piedra. Por 25 céntimos al día por cada operario, don Leopoldo pensaba ganarse la gloria eterna.
Aquel señorito de bigote engominado y mirada astuta jugaba, además, con un buen as en la manga: si, como creía, descubría una pirámide bajo la mayor de las colinas del lugar, Porfirio Díaz tendría un icono fabuloso con el que celebrar en 1910 su 80 cumpleaños, presentarse reforzado a las nuevas elecciones y conmemorar el centenario de la independencia de México. El bravo general estaba, pues, a sus pies.
La historia de aquella peculiar misión arqueológica me llevó a Teotihuacán en noviembre de 2004. Aunque Batres era recordado como un torpe excavador que redujo en casi siete metros el perímetro de la hoy impresionante Pirámide del Sol, se le reconoce aún el mérito de haber adecentado un recinto que atrae a más de un millón de visitantes al año. “Aquí le profesamos una relación de amor-odio”, me explicó una de las inspectoras del lugar, que prefirió guardar su anonimato al hablar de Batres. “Él fundó el primer museo de Teotihuacán, que estuvo abierto hasta 1964, pero también aprovechó sus privilegios con don Porfirio para saquear y vender muchas de las antigüedades que sacó de estas zanjas. ¡Sólo Dios sabe lo que se llevó de acá!”
Precisamente uno de esos robos era lo que me interesaba documentar. Sabía que lo que motivó a don Leopoldo para excavar entre los túmulos de Teotihuacán fue un informe de 1864, redactado por el ingeniero Ramón Almaraz, en el que concluía que todos aquellos túmulos contenían tesoros y polvo de oro en grandes cantidades. Sabía también que Batres se asoció con Antonio García Cubas, veterano expoliador del lugar que desde 1890 excavaba en la cara sur del túmulo de la Pirámide de la Luna, convencido de que encontraría pasadizos y cámaras en los mismos lugares que los hallados en la Gran Pirámide de Egipto. Pero yo quería saber más.
La primera década del siglo pasado fue una época de soñadores, de aventureros a lo Indiana Jones, de hombres de mucha voluntad y escasos recursos. Pero eso, gracias al entusiasmo de Porfirio Díaz, iba a cambiar. No en vano, Batres era hijo ilegítimo del hombre de confianza del general, a quien don Porfirio casó con su hija Carmen. Y sus lazos de sangre iban a convertir aquella excavación en un asunto de familia.
El 20 de marzo de 1905 comenzaron sus trabajos. Su primer objetivo fue comprobar si existía o no una pirámide debajo de la colina mayor, de casi 70 metros de altura. Había que pelar la montaña en busca del revestimiento del edificio y mover cientos de miles de toneladas de arena para liberar al gigante. De hecho, habría de pasar más de un año para que emergieran los primeros descubrimientos. Pero llegaron.
En octubre de 1906 el equipo de Batres sacó a la luz algo inesperado: en las cuatro esquinas de cada una de las terrazas superiores de la pirámide hallaron una especie de cámaras en las que se escondían esqueletos humanos. No eran unos cuerpos cualesquiera. En cada habitáculo, encogidos en posición fetal, dormían los restos de 12 niños de seis años de edad cada uno. Habían sido enterrados vivos, tal vez como sacrificio al dios Quetzalcóatl, del que también hallaron unas pocas figurillas de obsidiana.
Ese hallazgo amenazó la imagen idealizada que tenía Batres de la civilización que levantó Teotihuacán: un lugar espiritual, diseñado por los toltecas, a los que creía refinados artistas y hombres de fe, pacíficos, incapaces de otras ofrendas que las florales o de pequeños pájaros.
Pero aquel otoño su suerte continuó, y a los cuerpos de los niños pronto se les unió algo más. En la quinta terraza, la más alta del conjunto de la hoy llamada Pirámide del Sol, un operario descubrió una gruesa capa de mica laminada que cubría una superficie enorme. Era un material raro para el lugar. Además, en 1906 aquella mica tenía un valor incalculable en el mercado. Se utilizaba para la construcción de condensadores, y se la consideraba un apreciado aislante eléctrico y térmico que sólo fundía a temperaturas superiores a los 1.100 grados centígrados. Por alguna oscura razón, los arquitectos de Teotihuacán la colocaron allá hacia el siglo II a.C., en el momento de mayor expansión de su civilización. La cuestión era ¿para qué?
La Pirámide del Sol en la actualidad. Allí se descubrió, en 1906,
una gruesa capa de mica laminada que cubría una gran superficie.
Batres jamás consignó aquel descubrimiento por escrito. Se limitó a saquearlo durante su arbitraria restauración de la pirámide y, sin importarle las preguntas que suscitaba su presencia, vendió aquel revestimiento para uso industrial.
Un desafío arqueológico
La existencia de mica en la Pirámide del Sol sigue desafiando aún hoy a los arqueólogos. La misma inspectora de las ruinas que me habló de Batres me empujó pirámide abajo hasta un recinto emplazado a unos 300 metros al sur de su vertiente occidental. Era un lugar que pasaba completamente desapercibido. Se trataba de un sencillo cobertizo de techo de uralita, asentado sobre un muro supuestamente antiguo, hecho de piedra volcánica y cemento. Tan humilde techumbre protegía una puerta de metal clavada en el suelo y ésta... un inesperado tesoro.
“Unos años después de caer Batres en desgracia y terminar exiliado en París, un equipo de arqueólogos volvió a descubrir mica en Teotihuacán”. Mi discreta inspectora sacó una llave de su guerrera verde y abrió el candado que bloqueaba la puerta. “Por suerte todavía está aquí. Intacta. Puede verla usted mismo”.
Eché un vistazo, intrigado. “Llamamos a este lugar el Templo de la Mica”, me dijo. La suya era una definición muy generosa. Allí no quedaba nada de un templo, y la mica, según explicó, fue dispuesta en el suelo, a modo de aislante, por los constructores de aquel recinto. Por qué lo hicieron seguía siendo un misterio. “En total, aquí hay casi 28 metros cuadrados de suelo de mica. Están divididos en varias planchas de unos seis centímetros de grosor. Con lo frágil que son, nadie se explica cómo las transportaron hasta aquí sin romperlas”.
La mica es resistente al calor y a la electricidad, se usa como aislante en
máquinas de alta tensión y es un elemento opaco a las radiaciones nucleares.
Una de las esquinas de aquel pavimento traslúcido se había desgajado de la losa original. La inspectora la puso en mis manos. “Corren toda clase de leyendas sobre esto en Teotihuacán, ¿sabe?”. La invité a proseguir. “La mica es resistente al calor y a la electricidad, se usa como aislamiento en máquinas de alta tensión y hasta se sabe que es un elemento opaco a las radiaciones nucleares. Algunos creen que formaba parte de un tipo desconocido de tecnología primitiva, de un mecanismo olvidado. Nadie sabe ya qué pensar”.
Mi guía tenía razón. Pero ignoraba un hecho, si cabe más sorprendente: según los análisis efectuados por la Fundación Viking, descubridora de aquel recinto, la mica tenía un DNI inconfundible que decía de dónde había sido extraída. Al estar formada por oligoelementos específicos, se supo que había salido de una veta rocosa situada a más de 3.200 kilómetros de distancia. En Brasil. Y ése sí era un enigma en toda regla: ¿cómo hicieron, hace 22 siglos, para cortar casi 30 metros cuadrados de mica y trasladarlos intactos, sin carreteras ni transportes avanzados, hasta aquel lugar?
La inspectora se encogió de hombros y sin mostrar demasiada sorpresa, rió. “Los que levantaron esto eran genios, señor. ¿O acaso no sabe lo que significa Teotihuacán?... El lugar en el que los hombres se convierten en dioses. Ellos lo podían todo”.
http://www.antiguosastronautas.com/articulos/Sierra05.html
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martes, 24 de noviembre de 2015
LA MICA DE LOS DIOSES MEXICANOS
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